miércoles, 29 de abril de 2009

El gato con botas o el pícaro recompensado


Si la función de los cuentos populares es instruir deleitando, educar a los niños en las buenas costumbres y prepararlos para superar las adversidades, El gato con botas es un tanto extraño. La conclusión que se desprende de esta historia –que narra cómo un gato consigue que su dueño se eleve socialmente– es que el engaño, la mentira, las amenazas, la falsedad y las apariencias son las cualidades que sirven para triunfar en la vida y alcanzar ese final feliz casi inherente a todo cuento.

Algunos dirán que lo que nos propone el texto de Perrault es que uno no ha de quejarse de su suerte ni desesperar tan pronto con lo que se tiene, pero esa interpretación tan limitada es una manera de enmascarar la esencia de la historia. El cuento se enmarca no tanto en la línea de la novela picaresca (que tiene sus propias reglas) como en la del pícaro que mediante la manipulación de la realidad consigue sus objetivos, que aquí no son otros que mejorar de condición. Nada hay reprobable en luchar por una vida mejor y, de hecho, así lo vemos en muchos relatos de Las mil y una noches. Lo censurable es el método.


El gato con botas es un cuento donde se puede ver que la impostura y la estafa continuada triunfan hasta el final. George Cruikshank, el ilustrador victoriano de El Quijote y de tantos libros de Dickens, no se podía creer que aquello fuese un cuento para niños. No extraña que a Perrault se le acusara de “corromper a la juventud” con este cuento, por más que intentase disimular su contenido con dos moralejas tan absurdas que resultan disparatadas. Una de ellas nos dice que “del talento y la inventiva se obtiene más provecho que de la posición”, pero debe de tratarse del talento embaucador.

La otra tampoco es muy edificante: “Vestir con esmero, ser joven, atractivo y atento no es ajeno a la seducción”. Es decir, que lo que importa es la apariencia externa y las posesiones; de hecho, la princesa se enamora del molinero porque le considera un elegante, rico y muy poderoso príncipe. Comprobamos que los valores espirituales –eso de que lo esencial es invisible a los ojos– aquí ni se mencionan. El gato con botas se inscribe en esa línea de cuentos de animales que mediante su ingenio hacen fortuna o ayudan a triunfar a sus amos. Es, por lo tanto, un cuento universal, aunque la versión más conocida y ya fijada en nuestra memoria es la de Perrault, de 1697.

Existen dos precedentes literarios anteriores: en 1553, Gianfrancesco Straparola publicó en Venecia Las noches deliciosas, un volumen que recoge historias que había escuchado de labios de gente del pueblo. Entre ellas, una muy parecida a nuestro gato con botas, que pudo ser conocida por Perrault, pues se tradujo al francés en su época. En Nápoles, se publicó posteriormente el tan citado Pentamerón de Giambattista Basile, donde uno de los relatos se titula El gato.

La historia, que guarda cierto paralelismo con el argumento de Perrault, tiene dos significativas diferencias, esto es, la forma como le llegan las riquezas al joven y el final de Basile: el amo había jurado al gato que, a su muerte, sus restos reposarían en un sarcófago de oro; para probar su palabra, el animal se finge muerto y observa que su amo no sólo se burla de él sino que manda que arrojen el cadáver por la ventana. Indignado, el gato se escabulle, dándose cuenta de que de desagradecidos está el mundo lleno.

Si analizamos el cuento de Perrault, comprobamos que no hay nada ejemplar: el molinero reparte su herencia entre sus tres hijos. Al primero le deja el molino; al segundo, el burro, y al menor –nuestro personaje–, el gato. El joven envidia a sus hermanos, se lamenta de su suerte y teme morirse de hambre en cuanto se zampe su mísera posesión. El animal aguza su ingenio para salvar la vida y le demuestra a su dueño que le puede ser muy útil. Así, vemos que caza conejos y perdices y, durante dos o tres meses, se las ofrece al rey en nombre de su amo, al que llama el marqués de Carabás.

Cuando el rey sale a pasear con su bella hija, el gato sugiere al hijo del molinero que se meta en el río y luego le dice al monarca que unos ladrones han robado los ropajes de su señor mientras se bañaba. El rey, lógicamente, le entrega uno de sus mejores trajes, y la princesa se queda encantada con la buena planta del joven: limpio y bien compuesto. Si le hubiese visto con sus ropas plebeyas ni siquiera se hubiese dignado a mirarlo. El engaño les ayuda a triunfar y las apariencias lo son todo, incluso para las damas sensibles. Tanto es así que la princesa se queda locamente enamorada del marqués de Carabás sin que éste hubiese abierto la boca.


Mientras van los tres en la carroza, el gato se adelanta a ellos, se topa con unos campesinos y les advierte: “Si no decís al rey que este prado pertenece al marqués de Carabás, os matarán y os harán picadillo”. El rey pasa por allí, pregunta y ya sabemos lo que contestan los atemorizados trabajadores. Estos engaños y amenazas se repiten después en todas las tierras y con todos los siervos que el gato encuentra en su paseo, y ya, para poner la guinda al cuento, el gato llega hasta un hermoso castillo y solicita hablar con su dueño, que no es otro que un ogro torpón y feroz. Éste bien pudiera representar al señor feudal, más poderoso, a veces, que el mismo rey del que era vasallo.

O puede que, simplemente, el cuento necesitara de un personaje intrínsecamente malo para intentar justificar las estafas y perversiones del gato, ya que robar a un ladrón o acabar con un asesino parece menos reprobable éticamente. Y al final el gato, ya lo sabemos, consigue engañar a ese ogro que tenía la capacidad de convertirse en cualquier tipo de animal. Halagando su vanidad, logra que se transforme en ratón y, en un abrir y cerrar de ojos, salta sobre él y lo devora.

En el castillo se había preparado un suculento festín para los amigos del ogro, que son tan fieros como él, pero ninguno de ellos se atreve a cruzar la puerta al saber que el rey está dentro. El monarca, admirado con las cualidades del marqués de Carabás (es decir, sus productivas tierras y el hermoso castillo) le dice, una vez que ha bebido cinco o seis copas, que puede tomar en matrimonio a su hija. Y ese mismo día, el antiguo hijo del molinero se casa con la princesa. Debieron ser felices y el gato se convirtió en un gran señor.

El cuento, como historia narrativa, presenta lagunas de coherencia y verosimilitud y, como ejemplo moral, resulta increíble. Los que le buscan valores se agarran a un clavo ardiendo y nos dicen que el cuento promueve la amistad (en realidad es supervivencia o vasallaje), la iniciativa (que sólo la toma el gato) o la astucia, un valor que será bueno o malo dependiendo de cómo se emplee.

Algunos pensamos que “El gato con botas” es una excepción en los cuentos de antaño, una broma que se permitió Perrault, su pequeño testamento mundano, aunque se basara en un relato oral ya existente, y donde se aprecia bien esa ironía a la que tan aficionado era en sus largos y desfasados poemas. Y es el único de sus ocho relatos que no se inicia con el famoso “Érase una vez...”, sino con “Un molinero dejó por toda herencia a sus tres hijos un molino, un asno y un gato”. Es más, la frase que sigue a este comienzo no tiene nada que ver con la tradición oral, sino con su experiencia social: “El reparto se hizo enseguida sin llamar al notario ni al procurador, que se hubiesen comido todo el pobre patrimonio...”.

En el fondo, El gato con botas no es un cuento de hadas, ni siquiera una fábula, sino que es, más bien, una especie de manual (narrativo) de cómo hacer carrera en la corte de Luis XIV: la adulación, el engaño, las apariencias, la planificación minuciosa, la manipulación continua de la realidad y de uno mismo son ingredientes esenciales para ascender en los salones versallescos. Perrault lo conocía bien, ya que él mismo empleó estas armas para trepar y labrarse un porvenir en la Francia de su tiempo.

Artículo de José María Plaza
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